Publicado originalmente en la Revista de la Universidad de México. Febrero, 2020
Salimos a la calle y más de una cámara graba nuestra cara, para entrar a un sitio mostramos un PDF que prueba que recibimos vacunas contra el COVID-19, damos o recibimos clases a través de servicios de streaming. Nos trae comida caliente a domicilio un bicimensajero que se arriesga a accidentarse (sin ningún tipo de seguro médico) en el tráfico de la ciudad con tal de entregar en menos de media hora nuestro pedido. La tecnología tiene efectos profundos en la forma en que interactuamos con los demás en el espacio público y hasta en nuestros momentos más privados, como al ejercer nuestra vida sexual, seamos adultes o adolescentes, aunque elles tienden a adaptarse más rápidamente a esta. Una práctica relativamente común entre la juventud es el sexting, palabra de la que procede el neologismo sexteo y que se comenzó a usar en la primera década de los 2000 en el mundo anglófono. Se tiende a definir como el acto de enviar imágenes, archivos de audio, videos y textos de carácter sexual y, por su relación con el internet, se considera que es un fenómeno relativamente nuevo. Sin embargo, aunque está estrechamente relacionado con el desarrollo de los teléfonos inteligentes, no es algo tan reciente: se trata de una continuación de viejas prácticas como las cartas eróticas o el sexo telefónico.
A pesar de que existe una narrativa de pánico moral en torno a él, se puede decir que el sexting es seguro en muchos aspectos. En primer lugar, no se necesita contacto físico, por lo tanto, no hay exposición a infecciones de transmisión sexual (ITS) ni riesgos de embarazo.1 A su vez, para las mujeres, el riesgo de vivir violencia sexual en un encuentro disminuye. Por ejemplo: una mujer que decide en algún momento tener relaciones con alguien pero que luego cambia de opinión puede ser violentada físicamente por decidir no continuar con el encuentro.2 A través de las pantallas no hay esa exposición física. El sexteo también es una práctica segura para les adolescentes de la comunidad LGBTQ que viven en un espacio hostil, ya que puede convertirse en una de las pocas vías para explorar su sexualidad sin tener miedo a sufrir violencia en su círculo cercano. A pesar de estas ventajas, como toda práctica sexual, el sexting puede ser también una actividad arriesgada en una sociedad patriarcal como la nuestra, principalmente para las mujeres y las disidencias sexuales. A menudo se comparte el contenido privado sin el permiso de la persona retratada. Este acto de violencia sexual digital es conocido como pornovenganza, palabra comúnmente usada en los medios de comunicación, pero también en espacios legales o académicos. No obstante, el mismo término es bastante problemático: la palabra venganza presupone que la víctima ha cometido el daño y, por lo tanto, le debe algo al perpetrador. A su vez, no se trata de pornografía, porque está destinada al consumo masivo y las víctimas no son actores ni personas que hayan consentido ser observadas por terceros, sobre todo les menores de edad (lo que vuelve aún más problemática la expresión). El pánico social hacia la sexualidad y el desarrollo tecnológico generan un ambiente que provoca la revictimización hacia quienes viven violencia sexual digital. Frases como “¿Para qué se toma una foto si no quiere que la vean?” (similares a “Es que llevaba falda muy corta”), normalizan las agresiones y crean un ambiente de impunidad: al culpar a la víctima, la responsabilidad del agresor se reduce parcial o totalmente. A su vez, estos actos de violencia digital provocan en las víctimas una sensación de vergüenza, como ocurre con cualquier otra situación de violencia sexual. A eso hay que sumarle que para las personas LGBTQ que viven en ambientes antiderechos denunciar resulta aún más difícil. Como ocurre con muchos delitos sexuales, existe una percepción (con fundamentos válidos) de que la impunidad es generalizada y que quienes cometen delitos violentos no afrontan consecuencias. La impunidad ante la violencia de género es un fenómeno común que ocurre en todo el mundo y en México son innumerables los casos de violencia de género y violencia sexual de este tipo.3 Por lo tanto, hay un reclamo legítimo que toma las calles, así como las redes sociales. Pero, ¿cuál justicia es la que buscamos? En los últimos años, la búsqueda de justicia en su propio caso llevó a Olimpia Coral Melo a trabajar, desde el activismo, en la protección de las víctimas de violencia sexual digital. La figura de Coral Melo es en muchos sentidos contestataria: tras ser víctima de violencia digital, decidió canalizar su historia personal y es hoy una figura reconocida que ha recibido el apoyo de varios grupos feministas en México. Su trabajo ha alcanzado gran incidencia: el conjunto de reformas a la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia y al Código Penal Federal son popularmente conocidas como Ley Olimpia. No obstante, estas reformas han sido criticadas por activistas y abogadas por estar redactadas de manera ambigua: se prestan a diferentes interpretaciones, lo que abre la puerta una vez más a una vieja conocida: la impunidad. Tal como la abogada Ninde MolRe explica, estas reformas enfrentan “problemas de fondo que más que brindar una solución, pueden convertirse en un nuevo obstáculo para las víctimas en el acceso a la justicia”. Al tener un carácter punitivo “someten a las víctimas que buscan justicia a procesos penales revictimizantes, largos y costosos”. Esto último es relevante porque el acceso a la justicia en México (tanto para el acusado como para el acusador) depende en muchos aspectos de la posibilidad de sostener los altos costos de un juicio”.4 La reforma tampoco contempla algo básico: la prevención de la violencia sexual digital, y además se inscribe en un contexto de populismo penal en el que estamos peligrosamente inmersas.5 Por ejemplo, recientemente la priísta Paloma Sánchez propuso la (llamada por ella misma) “Ley Quemón” que consiste en la creación de un registro nacional de agresores sexuales y de deudores alimenticios, algo que, además de punitivista, involucra otro problema: la recolección y tratamiento de datos personales. Castigar o aumentar penas puede ser muy rentable en términos electorales. Pero “el ojo por ojo” no previene violencias ni transforma a la sociedad. Justamente, el feminismo como movimiento pretende modificar de manera profunda a la sociedad y no hay nada de transformador en el punitivismo. En México, por si fuera poco, además del alto número de personas que están en las cárceles sin siquiera tener una condena (a causa de la prisión preventiva oficiosa), las cárceles no sirven como espacios de reintegración social y son lugares donde se vive en condiciones de hacinamiento. Cada día se encarcela a 300 personas, lo que ha provocado el crecimiento más rápido de la población penitenciaria en quince años. Esto no indica que se haya logrado abatir la impunidad o frenado la violencia. El 95 por ciento de los delitos siguen impunes, como muestran los datos oficiales.6 Frecuentemente, el sistema penitenciario incumple su obligación de pagar los gastos de las personas recluidas y quienes pagan los platos rotos son una vez más las mujeres. Como ha estudiado Catalina Pérez Correa, la mayor parte de la población que vive privada de su libertad son hombres, pero son las mujeres (hijas, madres, hermanas, parejas) las que se encargan de visitarles y cuidarles.7 Por el contrario, en el caso de las mujeres privadas de su libertad, ellas no reciben visitas por parte de sus familias. Por último, vale la pena recalcar una vez más la necesidad de tomar factores de clase en cuenta: ¿Quiénes pueden pagar un acompañamiento legal adecuado durante un proceso legal? La preocupación por lo problemático que es crear más leyes, más penas y más cárceles también es feminista.8 Más leyes o modificaciones de leyes no necesariamente significan acceso a la justicia. Especialmente en el caso de comunidades pobres o racializadas, la presencia de la policía las hace más vulnerables. El derecho como disciplina se ha visto rápidamente rebasado ante los cambios de la tecnología. Temas como la privacidad, el manejo de datos personales por parte de empresas e incluso la influencia de la publicidad diseñada a través de análisis de datos en las redes sociales con motivos electorales muestran de qué forma el derecho como herramienta ha quedado rezagado. La yuxtaposición de la violencia sexual, el pánico moral y el derecho penal conforman la idea de que las soluciones punitivas son la respuesta. Debemos entender que el sexting es un fenómeno común en la juventud y hay que abordar la violencia digital sexual desde una perspectiva crítica. El problema es complejo. A medida que las plataformas de tecnología y comunicación se transforman constantemente, es urgente un cambio cultural encaminado a comprender la violencia sexual, promover los derechos de las mujeres y personas LGBTQ y mejorar la educación sexual. El desafío es grande: hay que considerar soluciones innovadoras, creativas, alejadas de las narrativas punitivas y cercanas a modelos restaurativos de acceso a la justicia. En lugar de buscar castigos carcelarios debemos centrarnos en comprender la complejidad de la situación. Es necesario enfrentar la narrativa de estigmatización en contra de las prácticas sexuales entre adolescentes y jóvenes adultos, promover el derecho a vivir nuestra sexualidad de manera libre, informada y consensuada, y otorgar herramientas para vivirla de forma segura, entre ellas la educación sexual integral y la creación de espacios seguros en el contexto digital y no digital.