Publicado en Este País, julio 2020
Hace tiempo di una charla para una empresa bastante reconocida que cobra cantidades con muchos ceros (ceros que jamás he visto pasar por mi estado de cuenta y me cuesta trabajo siquiera imaginarlos). La charla requirió bastante tiempo de preparación: llamadas telefónicas, mensajes, pruebas de software, sin contar los años de estudio —y la inversión en mi educación, becas de por medio— para poder darla. Sin embargo, nunca la cobré. Una parte de mí estaba molesta con la idea pero no dije nada. Rondaba la pregunta en mi cabeza: ¿por qué dar una clase gratis a una empresa (porque al final una charla o una ponencia en un foro requiere el mismo trabajo que cualquier clase lectiva, si no es que más)?
Lo pasé por alto hasta que semanas después una amiga, que es una reconocida periodista, me preguntó sobre cuánto cobré por esta charla. A ella la habían buscado diciéndole que otras mujeres ya habían participado en dicho foro, y entre esos nombres le soltaron el mío. Con vergüenza le contesté que nada y ella me dijo que se negaba a dar esas pláticas de forma gratuita, que solamente lo hace si se trata de universidades.
“También invito a las empresas a comenzar las negociaciones con un presupuesto ya asignado y no a esperar, mañosamente, a que nosotras tengamos que solicitarles el “favor” de que nos paguen. “
Usualmente, lo primero que escucho es que la compañía está preocupada por la equidad, que es algo que organizan las empleadas para tener un espacio libre de machismo y, sin duda, eso me parece importante, lo celebro: conozco perfectamente lo horrible que es trabajar en espacios sexistas y las implicaciones psicológicas que esto tiene. Rrecuerdo rápidamente al jefe que tuve cuando tenía 19 años y que me dijo que un día me iba a dar una nalgada si pasaba detrás del mostrador y me encontraba distraída, o ahora, casi diez años más tarde a todos los hombres que se cuelgan las medallas de su equipo y curiosamente —como rezan las estadísticas— son equipos de casi puras mujeres donde el director es varón; pero lo que no celebro es que seamos, una vez más, las mujeres las que tengamos que hacer el trabajo no remunerado de explicar lo dañino que es que nuestro trabajo no sea reconocido y que seamos tratadas como inferiores.
Las empresas se paran el cuello con nuestro trabajo, anuncian en sus informes o incluso en sus redes sociales (algo que les publicita a ellos) que tuvieron un foro con mujeres, que su espacio busca ser inclusivo y nosotras no recibimos nada a cambio más que, como ellos lo llaman, “proyección”… Cuando realmente quienes se proyectan son ellos y lo que hacen es el famoso purple washing.
Caer en el juego de la “proyección” nos daña muchísimo a quienes nos dedicamos a labores que tienen que ver con las artes, la educación o las humanidades (trabajos, por cierto, feminizados). Nuestro trabajo vale no sólo monetariamente, sino que tiene una función social importante (tanto es así que lo buscan) y nosotras también pagamos alquileres, servicios y demás bienes básicos que no se pagan con “proyección”. De igual modo, no podemos hacer crecer nuestros propios negocios si no tenemos forma de pagarle a las personas con quienes trabajamos (y luego se preocupan porque las mujeres jóvenes no levantamos empresas). Y el subtexto que mandamos cuando aceptamos este tipo de prácticas tan violentas es que nuestro trabajo es menos serio y, de algún modo, abonamos a desarrollar el horrible síndrome del impostor cuando alguien más ofrece pagarnos justamente por nuestra labor. Hasta nos sentimos culpables.
“Nosotras no recibimos nada a cambio más que, como ellos lo llaman, “proyección”… Cuando realmente quienes se proyectan son ellos y lo que hacen es el famoso purple washing.“
Hace unos días colgué una llamada con personas —muy amables todas y no dudo que sean bien intencionadas— de una empresa multinacional que querían una charla sobre los machismos en el área del trabajo. Les dije que con todo gusto la daría y que, en efecto, me parece importante, pero que no planeo trabajar gratis para una empresa, que sin duda lo hago para colectivos, organizaciones sin fines de lucro, centros educativos sin mucho presupuesto, espacios autogestivos, pero no para empresas. Creo que se congelaron cuando solté la frase, debo de aceptar que a mí también me incomoda decirla (también crecí en una sociedad donde escuché que era de mala educación hablar de dinero, donde la educación financiera está destinada para los hombres) pero, de algún modo, me sentí ligeramente liberada de tensión tras decirlo. Las invito, por el bien de nuestro gremio y por el bien de las mujeres, a no aceptar trabajar gratis, a liberarse como yo, de esa tensión. También invito a las empresas a comenzar las negociaciones con un presupuesto ya asignado y no a esperar, mañosamente, a que nosotras tengamos que solicitarles el “favor” de que nos paguen.
Además, pareciera que una tiene que nacer rica para poder trabajar en temas que consideramos importantes, lo que cierra aún más las probabilidades a otras mujeres que no pueden darse el lujo de hacer trabajo pro bono (si alguien puede hacerlo, propongo en todo caso que cobre e ingrese ese pago como donación a alguna organización que defienda los derechos de las mujeres, las personas que son LGTB+, migrantes, en situación de calle, privadas de su libertad, etc). Esto fomenta la precariedad laboral y amplía aún más las brechas. Lo que sabemos hacer vale y debemos sentirnos seguras de poder exigir lo justo, nadie nos hace un favor con la condescendencia de “darnos un espacio” y en un mundo donde la desigualdad salarial entre hombres y mujeres impera, lo mínimo que podemos hacer es cobrar lo que nos corresponde. EP