Publicado originalmente el 4 de junio de 2021 en Reforma
Poco después, en otra mala escuela, donde también habían faldas obligatorias y concurso de belleza anual donde la “princesa” del grupo recibía un punto extra por representar a su salón con su belleza, un rumor empezó a expandirse: alguien robó fotografías íntimas de una alumna con un profesor. Las difundieron por mail, también lo hicieron académicos de la universidad donde el profesor formaba parte. Él fue despedido pero el peso social recayó en ella. No se habló de lo grave que era el abuso de poder por parte del profesor. Fue humillada durante semanas e insultada a gritos en la salida.
Años más tarde, en la universidad, me enteré que existía un grupo de whatsapp de compañeros que mandaban “packs” con fotografías y videos de sus ex parejas. Los organizaron en un Dropbox con folders con el nombre y apellido de sus víctimas, exponiéndolas aún más. “¿Para qué se toman esas fotos si no quieren que las compartan?” decían unos como justificación al descargarlas. Lo mismo que dijeron de mi compañera de la prepa.
La historia de las fotografías de mis muslos no es ni lejanamente la expresión de violencia machista más dura que he vivido, pero fue de alguna manera un augurio: Desde entonces aprendí que si te pasa “algo” es tu culpa por tener un cuerpo que ocupa un espacio virtual o no virtual.
Cuando era adolescente existían aún menos mujeres que ahora en la política u opinando sobre política. Además de hacer su trabajo en mesas de debate, columnas o programas de radio tenían que enfrentar el desprestigio en su contra que se promovía a través de Facebook, en ese entonces una plataforma aún nueva. Que si eran lesbianas, si mal cogidas, si viejas amargadas, si locas, una que otra amenaza. Algunas, como Lydia Cacho, enfrentaron también violencia física.
Hoy en día esas mismas mujeres siguen recibiendo amenazas, maltratos, fotografías no solicitadas de penes y demás mensajes violentos. Es curioso: las mujeres no debemos retratarnos disfrutando nuestra sexualidad pero sí tenemos que recibir fotos no solicitadas de penes.
Crecí mirándolas y sabiendo que si un día quería tener una voz pública tenía que pagar un precio extra. Un día tomé la oportunidad de publicar un libro junto con una gran aliada, fue justamente sobre machismos. Cuando comenzó a tomar relevancia nuestro texto una parte de mí tenía miedo, ansiedad. No me preocupaba que no fuera un libro perfecto, me preocupaba pagar el precio de tener una voz pública y ser mujer.
Por ese entonces me enteré que al ingresar mi nombre en Google estas eran las opciones más buscadas: “Eréndira Derbez … biografía”, “… wikipedia”, “… pack.” Quedé helada. Recordé cómo sudaban mis manos cuando me enteré de la existencia de fotografías no consentidas de mis muslos. Y no, no existe un pack mío. Pero hoy sé algo que no sabía entonces: que tengo absolutamente todo el derecho a tenerlo y que nadie tiene derecho a violentarme.
Con la transición tecnológica, muchas cosas han cambiado pero el machismo persiste. La violencia digital, como explica Alex Argüelles (tecnóloga integrante de Ciberseguras) se trata de “una continuación de las violencias que experimentamos en el espacio físico.” Nos provoca daño emocional e incluso físico (documentado por organizaciones como Artículo 19 o Amnistía Internacional). Se utiliza para disciplinarnos: por opinar, por ocupar un espacio en una sociedad que violenta y revictimiza. Por eso hoy tantas alzamos la voz, para que estas historias dejen de repetirse y dejen de ser normales.